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El Dios misterioso

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Club-tipped anemone, Corynactis californica, California, Eastern Pacific OceanUna vez que hemos repasado todos los argumentos que pueden llevarnos hacia la existencia de Dios por medio de la razón, es el momento de preguntarnos ¿cómo es Dios? ¿Qué podemos saber de Dios con la razón?

Lo primero que tenemos que decir al respecto es que por más que nos esforcemos por entender a Dios, nunca lo podremos abarcar completamente con nuestra limitada inteligencia. Todo lo que pudiéramos decir acerca de Dios siempre se quedará por debajo de lo que Dios es realmente. La idea que tengamos de Dios, aunque sea fruto de brillantes elucubraciones, incluso en una mente iluminada por la fe sobrenatural, siempre estará por debajo de la realidad. Aquí podríamos decir, contra lo que se afirma habitualmente, que la realidad supera a la idea. Dios es siempre más de lo que nosotros pensemos de Él, y por eso es que siempre nos sorprende, y por eso es que nunca acabaremos de entenderlo plenamente, aunque seamos los teólogos más brillantes o los místicos más elevados.

La teología negativa o apofática.

Acá podemos hacer uso de lo que un autor del siglo IV, el Pseudo Dionisio Areopagita, llamó la teología negativa o apofática. El Pseudo Dionisio decía que de Dios podemos saber más lo que no es, que lo que es. Cuando afirmamos algo de Dios, siempre nos quedamos cortos, porque Dios supera infinitamente todo lo que podamos decir de Él. Por tanto, en lugar de atribuir a Dios las perfecciones que vemos en sus criaturas (teología positiva), lo que tenemos que hacer en primer lugar es negar de Dios las imperfecciones que hay en lo creado (teología negativa). Y entonces tendremos que afirmar que Dios es in-finito (negamos cualquier clase de finitud en Él), es in-conmensurable e in-abarcable (no se pude medir, ni nada lo puede abarcar o contener).

La vía anagógica, de elevación, o teología superlativa

Pero la vía negativa o apofática no basta para tener un conocimiento cabal de la esencia divina. Es necesaria también la vía anagógica o de elevación, llamada también teología superlativa. Ésta consiste en aplicar a Dios todas las perfecciones de las criaturas pero en grado superlativo. Diremos entonces que Dios es omnipresente (está en todas partes), es omnisciente (todo lo conoce), es infinitamente bueno y misericordioso, y es eterno. En definitiva, como dice Ex 3, 15, Dios es “el que es”. Y es eso precisamente lo que significa el nombre propio de Dios Yahvéh: “Yo soy”. Dios es la fuente del ser, el ser supremo, el ser mayor que el cual no se puede pensar otro.

Del Dios de los filósofos a la Revelación que Dios hace de si mismo

El problema de la esencia de Dios según el Pseudo Dionisio nos hace ver lo difícil que es decir cómo es Dios, porque con la teología superlativa aplicamos nociones filosóficas a Dios, que se quedan muy por debajo de lo que es realmente Dios. Por eso, el Dios de los filósofos se suele quedar en nociones abstractas que quizás hacen aún más incomprensible a Dios, y es entonces cuando debemos ir a la revelación, al Dios de nuestra fe. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Puesto que nuestro conocimiento de Dios es limitado, nuestro lenguaje sobre Dios lo es también. No podemos nombrar a Dios sino a partir de las criaturas, y según nuestro modo humano limitado de conocer y de pensar” (n. 40), pues Dios supera infinitamente todo lo que podamos decir y pensar de Él.

Los filósofos han hablado de los atributos divinos, y los han dividido en atributos entitativos, que tienen que ver con el ser mismo de Dios (unidad, infinitud, inmutabilidad, eternidad); y atributos operativos, referidos a la acción divina (por parte de su voluntad, la creación y la providencia, y por parte de su inteligencia, la omnisciencia). Pero al estudiar con toda la profundidad del caso esos atributos, no llegamos a saciar nuestra ansia de conocer el ser íntimo de Dios. Esto es así porque, como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica:

“Dios transciende toda criatura. Es preciso, pues, purificar sin cesar nuestro lenguaje de todo lo que tiene de limitado, de expresión por medio de imágenes, de imperfecto, para no confundir al Dios ‘que está por encima de todo nombre y de todo entendimiento, el invisible y fuera de todo alcance’ (Liturgia bizantina. Anáfora de san Juan Crisóstomo) con nuestras representaciones humanas. Nuestras palabras humanas quedan siempre más acá del Misterio de Dios” (n. 42).

El hombre tiene muchas dificultades para conocer a Dios, cuando emplea la sola luz de la razón. El papa Pío XII afirma al respecto:

“A pesar de que la razón humana, sencillamente hablando, pueda verdaderamente por sus fuerzas y su luz naturales, llegar a un conocimiento verdadero y cierto de un Dios personal, que protege y gobierna el mundo por su providencia, así como de una ley natural puesta por el Creador en nuestras almas, sin embargo hay muchos obstáculos que impiden a esta misma razón usar eficazmente y con fruto su poder natural; porque las verdades que se refieren a Dios y a los hombres sobrepasan absolutamente el orden de las cosas sensibles, y cuando deben traducirse en actos y proyectarse en la vida exigen que el hombre se entregue y renuncie a sí mismo. El espíritu humano, para adquirir semejantes verdades, padece dificultad por parte de los sentidos y de la imaginación, así como de los malos deseos nacidos del pecado original. De ahí procede que en semejantes materias los hombres se persuadan de que son falsas, o al menos dudosas, las cosas que no quisieran que fuesen verdaderas” (Encíclica Humani generis: DS 3875).

El pecado original ha oscurecido la capacidad humana de conocer a Dios. Hace falta entonces la revelación para conocer mejor el ser de Dios. Lo que dicen los filósofos de Dios no es falso, pero tampoco es todo lo que se puede decir de Dios. La Sagrada Escritura nos presenta a un Dios trascendente e infinito, pero al mismo tiempo a un Dios cercano, que desde el momento en que crea al ser humano, dialoga y pasea con el hombre, le viene a su encuentro, le da a conocer sus planes, y se hace su amigo y su confidente. Lo vemos en el diálogo de Dios con Abraham antes de destruir Sodoma y Gomorra, en el diálogo de Dios con Moisés antes de liberar al pueblo de Egipto, y en las acciones divinas que narran las Escrituras, en las cuales Dios se manifiesta al modo de los hombres, con un lenguaje humano, buscando por todos los medios hacerse entender. Dios no pide al hombre que se adapte a Él, por más que el hombre ha sido creado a su imagen y semejanza. Es Dios quien se adapta al hombre, se abaja y le habla en su mismo lenguaje.

Revelación

Acerca de la revelación, podemos hacer el siguiente razonamiento: si Dios es Dios, y por tanto, si Dios es bueno y nosotros somos sus criaturas predilectas, lo más razonable es que se comunique con nosotros, y es precisamente lo que ha hecho Dios a través de la revelación. Josef Pieper dice al respecto que “quien concibe a Dios como Alguien capaz de hablar y al hombre como un ser abierto por naturaleza a Dios, considera, justamente por ello, posible la Revelación, y quizá, no sólo posible, sino como algo que es de esperar[1]. Si tuviéramos que agradecer a Dios por habérsenos revelado, tendremos que decirle con toda confianza: “no esperaba menos de ti”.

El Dios verdadero es un Dios cercano, que se nos ha ido revelando poco a poco, mostrando que es uno sólo, que nos ama, que permanece fiel a sus promesas, que nos defiende de nuestros enemigos y nos protege en las adversidades. Este Dios se ha revelado de modo definitivo en Cristo, que es quien nos ha mostrado el ser íntimo de Dios. Jesús de Nazaret nos ha revelado a un Dios único, que al mismo tiempo es tres personas. Un Dios que es Padre, y que nos hace sus hijos. Un Dios que es Hijo, hecho hombre por nosotros y que nos ha salvado del pecado. Un Dios que es Espíritu Santo, que nos da vida y nos mantiene en la existencia, que nos revela sus planes y nos acompaña durante toda nuestra existencia. Un Dios que se queda como alimento en la Eucaristía, para que le podamos tocar, e incluso comer. Un Dios que espera por nosotros en esa cárcel de amor que es el Sagrario, donde permanece oculto bajo la apariencia de pan. En definitiva, un Dios que es Amor.

Por la revelación podemos saber mucho más de Dios que a través de la sola razón. Pero la razón no puede contradecir lo que ha sido revelado de Dios, ni puede decir que nada de lo que Dios nos ha dicho de sí mismo es falso, o es contradictorio. La fe supera a la razón, pero no la anula ni la contradice. Ese Dios amor se entiende mejor si lo contemplamos en la Trinidad de personas, como veremos a continuación.


[1] J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 2000, p. 355.

Written by rsanzcarrera

agosto 8, 2013 at 4:31 pm