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Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 302-314, 328-336, 374-379, 385-412.

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V Dios realiza su designio: La divina Providencia

302 La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada «en estado de vía» («In statu viae») hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó. Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacia esta perfección:

Dios guarda y gobierna por su providencia todo lo que creó, «alcanzando con fuerza de un extremo al otro del mundo y disponiéndolo todo con dulzura» (Sb 8, 1). Porque «todo está desnudo y patente a sus ojos» (Hb 4, 13), incluso lo que la acción libre de las criaturas producirá (Cc. Vaticano I: DS 3003).

303 El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia. Las Sagradas Escrituras afirman con fuerza la soberanía absoluta de Dios en el curso de los acontecimientos: «Nuestro Dios en los cielos y en la tierra, todo cuanto le place lo realiza» (Sal 115, 3); y de Cristo se dice: «si él abre, nadie puede cerrar; si él cierra, nadie puede abrir» (Ap 3, 7); «hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero sólo el plan de Dios se realiza» (Pr 19, 21).

304 Así vemos al Espíritu Santo, autor principal de la Sagrada Escritura atribuir con frecuencia a Dios acciones sin mencionar causas segundas. Esto no es «una manera de hablar» primitiva, sino un modo profundo de recordar la primacía de Dios y su señorío absoluto sobre la historia y el mundo (cf Is 10, 5-15; 45, 5-7; Dt 32, 39; Si 11, 14) y de educar así para la confianza en El. La oración de los salmos es la gran escuela de esta confianza (cf Sal 22; 32; 35; 103; 138).

305 Jesús pide un abandono filial en la providencia del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos: «No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer? ¿qué vamos a beber?… Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 31-33; cf 10, 29-31).

La providencia y las causas segundas

306 Dios es el Señor soberano de su designio. Pero para su realización se sirve también del concurso de las criaturas. Esto no es un signo de debilidad, sino de la grandeza y bondad de Dios Todopoderoso. Porque Dios no da solamente a sus criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por sí mismas, de ser causas y principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio.

307 Dios concede a los hombres incluso poder participar libremente en su providencia confiándoles la responsabilidad de «someter» la tierra y dominarla (cf Gn 1, 26-28). Dios da así a los hombres el ser causas inteligentes y libres para completar la obra de la Creación, para perfeccionar su armonía para su bien y el de sus prójimos. Los hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por su acciones y sus oraciones, sino también por sus sufrimientos (cf Col I, 24) Entonces llegan a ser plenamente «colaboradores de Dios» (1 Co 3, 9; 1 Ts 3, 2) y de su Reino (cf Col 4, 11).

308 Es una verdad inseparable de la fe en Dios Creador: Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por las causas segundas: «Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece» (Flp 2, 13; cf 1 Co 12, 6). Esta verdad, lejos de disminuir la dignidad de la criatura, la realza. Sacada de la nada por el poder, la sabiduría y la bondad de Dios, no puede nada si está separada de su origen, porque «sin el Creador la criatura se diluye» (GS 36, 3); menos aún puede ella alcanzar su fin último sin la ayuda de la gracia (cf Mt 19, 26; Jn 15, 5; Flp 4, 13).

La providencia y el escándalo del mal

309 Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta: la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con la congregación de la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un misterio terrible, pueden negarse o rechazar. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal.

310 Pero ¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún mal? En su poder Infinito, Dios podría siempre crear algo mejor (cf S. Tomás de A., s. th. I, 25, 6). Sin embargo, en su sabiduría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo «en estado de vía» hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su perfección (cf S. Tomás de A., s. gent. 3, 71).

311 Los ángeles y los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia su destino último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. De hecho pecaron. Y fue así como el mal moral entró en el mundo, incomparablemente más grave que el mal físico. Dios no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral, (cf S. Agustín, lib. 1, 1, 1; S. Tomás de A., s. th. 1-2, 79, 1). Sin embargo, lo permite, respetando la libertad de su criatura, y, misteriosamente, sabe sacar de él el bien:

Porque el Dios Todopoderoso… por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si El no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal (S. Agustín, enchir. 11, 3).

312 Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas: «No fuisteis vosotros, dice José a sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios… aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir… un pueblo numeroso» (Gn 45, 8;50, 20; cf Tb 2, 12-18 Vg.). Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia (cf Rm 5, 20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien.

313 «Todo coopera al bien de los que aman a Dios» (Rm 8, 28). E1 testimonio de los santos no cesa de confirmar esta verdad:

Así Santa Catalina de Siena dice a «los que se escandalizan y se rebelan por lo que les sucede»: «Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del hombre, Dios no hace nada que no sea con este fin» (dial.4, 138).

Y Santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, consuela a su hija: «Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que El quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor» (carta).

Y Juliana de Norwich: «Yo comprendí, pues, por la gracia de Dios, que era preciso mantenerme firmemente en la fe y creer con no menos firmeza que todas las cosas serán para bien…» «Thou shalt see thyself that all MANNER of thing shall be well» (rev.32).

314 Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios «cara a cara» (1 Co 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf Gn 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra.

I Los ángeles

La existencia de los ángeles, una verdad de fe

328 La existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. E1 testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición.

Quiénes son los ángeles

329 S. Agustín dice respecto a ellos: «Angelus officii nomen est, non naturae. Quaeris numen huins naturae, spiritus est; quaeris officium, ángelus est: ex eo quad est, spiritus est, ex eo quod agit, ángelus» («El nombre de ángel indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza, te diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel») (Psal. 103, 1, 15). Con todo su ser, los ángeles son servidores y mensajeros de Dios. Porque contemplan «constantemente el rostro de mi Padre que está en los cielos» (Mt 18, 10), son «agentes de sus órdenes, atentos a la voz de su palabra» (Sal 103, 20).

330 En tanto que criaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales (cf Pío XII: DS 3891) e inmortales (cf Lc 20, 36). Superan en perfección a todas las criaturas visibles. El resplandor de su gloria da testimonio de ello (cf Dn 10, 9-12).

Cristo «con todos sus ángeles»

331 Cristo es el centro del mundo de los ángeles. Los ángeles le pertenecen: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles…» (Mt 25, 31). Le pertenecen porque fueron creados por y para El: «Porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por él y para él» (Col 1, 16). Le pertenecen más aún porque los ha hecho mensajeros de su designio de salvación: «¿Es que no son todos ellos espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación?» (Hb 1, 14).

332 Desde la creación (cf Jb 38, 7, donde los ángeles son llamados «hijos de Dios») y a lo largo de toda la historia de la salvación, los encontramos, anunciando de lejos o de cerca, esa salvación y sirviendo al designio divino de su realización: cierran el paraíso terrenal (cf Gn 3, 24), protegen a Lot (cf Gn 19), salvan a Agar y a su hijo (cf Gn 21, 17), detienen la mano de Abraham (cf Gn 22, 11), la ley es comunicada por su ministerio (cf Hch 7,53), conducen el pueblo de Dios (cf Ex 23, 20-23), anuncian nacimientos (cf Jc 13) y vocaciones (cf Jc 6, 11-24; Is 6, 6), asisten a los profetas (cf 1 R 19, 5), por no citar más que algunos ejemplos. Finalmente, el ángel Gabriel anuncia el nacimiento del Precursor y el de Jesús (cf Lc 1, 11.26).

333 De la Encarnación a la Ascensión, la vida del Verbo encarnado está rodeada de la adoración y del servicio de los ángeles. Cuando Dios introduce «a su Primogénito en el mundo, dice: ‘adórenle todos los ángeles de Dios»‘ (Hb 1, 6). Su cántico de alabanza en el nacimiento de Cristo no ha cesado de resonar en la alabanza de la Iglesia: «Gloria a Dios…» (Lc 2, 14). Protegen la infancia de Jesús (cf Mt 1, 20; 2, 13.19), sirven a Jesús en el desierto (cf Mc 1, 12; Mt 4, 11), lo reconfortan en la agonía (cf Lc 22, 43), cuando E1 habría podido ser salvado por ellos de la mano de sus enemigos (cf Mt 26, 53) como en otro tiempo Israel (cf 2 M 10, 29-30; 11,8). Son también los ángeles quienes «evangelizan» (Lc 2, 10) anunciando la Buena Nueva de la Encarnación (cf Lc 2, 8-14), y de la Resurrección (cf Mc 16, 5-7) de Cristo. Con ocasión de la segunda venida de Cristo, anunciada por los ángeles (cf Hb 1, 10-11), éstos estarán presentes al servicio del juicio del Señor (cf Mt 13, 41; 25, 31 ; Lc 12, 8-9).

Los ángeles en la vida de la Iglesia

334 De aquí que toda la vida de la Iglesia se beneficie de la ayuda misteriosa y poderosa de los ángeles (cf Hch 5, 18-20; 8, 26-29; 10, 3-8; 12, 6-11; 27, 23-25).

335 En su liturgia, la Iglesia se une a los ángeles para adorar al Dios tres veces santo (cf MR, «Sanctus»); invoca su asistencia (así en el «In Paradisum deducant te angeli…» («Al Paraíso te lleven los ángeles…») de la liturgia de difuntos, o también en el «Himno querubínico» de la liturgia bizantina) y celebra más particularmente la memoria de ciertos ángeles (S. Miguel, S. Gabriel, S. Rafael, los ángeles custodios).

336 Desde su comienzo (cf Mt 18, 10) a la muerte (cf Lc 16, 22), la vida humana está rodeada de su custodia (cf Sal 34, 8; 91, 1013) y de su intercesión (cf Jb 33, 23-24; Za 1,12; Tb 12, 12). «Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida» (S. Basilio, Eun. 3, 1). Desde esta tierra, la vida cristiana participa, por la fe, en la sociedad bienaventurada de los ángeles y de los hombres, unidos en Dios.

 

IV El hombre en el Paraíso

374 El primer hombre fue no solamente creado bueno, sino también constituido en la amistad con su creador y en armonía consigo mismo y con la creación en torno a él; amistad y armonía tales que no serán superadas más que por la gloria de la nueva creación en Cristo.

375 La Iglesia, interpretando de manera auténtica el simbolismo del lenguaje bíblico a la luz del Nuevo Testamento y de la Tradición, enseña que nuestros primeros padres Adán y Eva fueron constituidos en un estado «de sant idad y de justicia original» (Cc. de Trento: DS 1511). Esta gracia de la santidad original era una «participación de la vida divina» (LG 2).

376 Por la irradiación de esta gracia, todas las dimensiones de la vida del hombre estaban fortalecidas. Mientras permaneciese en la intimidad divina, el hombre no debía ni morir (cf. Gn 2,17; 3,19) ni sufrir (cf. Gn 3,16). La armonía interior de la persona humana, la armonía entre el hombre y la mujer, y, por último, la armonía entre la primera pareja y toda la creación constituía el estado llamado «justicia original».

377 El «dominio» del mundo que Dios había concedido al hombre desde el comienzo, se realizaba ante todo dentro del hombre mismo como dominio de sí. El hombre estaba íntegro y ordenado en todo su ser por estar libre de la triple concupiscencia (cf. 1 Jn 2,16), que lo somete a los placeres de los sentidos, a la apetencia de los bienes terrenos y a la afirmación de sí contra los imperativos de la razón.

378 Signo de la familiaridad con Dios es el hecho de que Dios lo coloca en el jardín (cf. Gn 2,8). Vive allí «para cultivar la tierra y guardarla» (Gn 2,15): el trabajo no le es penoso (cf. Gn 3,17-19), sino que es la colaboración del hombre y de la mujer con Dios en el perfeccionamiento de la creación visible.

379 Toda esta armonía de la justicia original, prevista para el hombre por designio de Dios, se perderá por el pecado de nuestros primeros padres.

 

Párrafo 7
LA CAÍDA

385 Dios es infinitamente bueno y todas sus obras son buenas. Sin embargo, nadie escapa a la experiencia del sufrimiento, de los males en la naturaleza -que aparecen como ligados a los límites propios de las criaturas -, y sobre todo a la cuestión del mal moral. ¿De dónde viene el mal? «Quaerebam unde malum et non erat exitus» («Buscaba el origen del mal y no encontraba solución») dice S. Agustín (conf. 7,7.11), y su propia búsqueda dolorosa sólo encontrará salida en su conversión al Dios vivo. Porque «el misterio de la iniquidad» (2 Ts 2,7) sólo se esclarece a la luz del «Misterio de la piedad» (1 Tm 3,16). La revelación del amor divino en Cristo ha manifestado a la vez la extensión del mal y la sobreabundancia de la gracia (cf. Rm 5,20). Debemos, por tanto, examinar la cuestión del origen del mal fijando la mirada de nuestra fe en el que es su único Vencedor (cf. Lc 11,21-22; Jn 16,11; 1 Jn 3,8).

 

I Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia

La realidad del pecado

386 El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia.

387 La realidad del pecado, y más particularmente del pecado de los orígenes, sólo se esclarece a la luz de la Revelación divina. Sin el conocimiento que ésta nos da de Dios no se puede reconocer claramente el pecado, y se siente la tentación de explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, como una debilidad sicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc. Sólo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente.

El pecado original: una verdad esencial de la fe

388 Con el desarrollo de la Revelación se va iluminando también la realidad del pecado. Aunque el Pueblo de Dios del Antiguo Testamento conoció de alguna manera la condición humana a la luz de la historia de la caída narrada en el Génesis, no podía alcanzar el significado último de esta historia que sólo se manifiesta a la luz de la Muerte y de la Resurrección de Jesucristo (cf. Rm 5,12-21). Es preciso conocer a Cristo como fuente de la gracia para conocer a Adán como fuente del pecado. El Espíritu-Paráclito, enviado por Cristo resucitado, es quien vino «a convencer al mundo en lo referente al pecado» (Jn 16,8) revelando al que es su Redentor.

389 La doctrina del pecado original es, por así decirlo, «el reverso» de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo. La Iglesia, que tiene el sentido de Cristo (cf. 1 Cor 2,16) sabe bien que no se puede lesionar la revelación del pecado original sin atentar contra el Misterio de Cristo.

Para leer el relato de la caída

390 El relato de la caída (Gn 3) utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre (cf. GS 13,1). La Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres (cf. Cc. de Trento: DS 1513; Pío XII: DS 3897; Pablo VI, discurso 11 Julio 1966).

 

II La caída de los ángeles

391 Tras la elección desobediente de nuestros primeros padr es se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cf. Gn 3,1-5) que, por envidia, los hace caer en la muerte (cf. Sb 2,24). La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo (cf. Jn 8,44; Ap 12,9). La Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios. «Diabolus enim et alii daemones a Deo quidem natura creati sunt boni, sed ipsi per se facti sunt mali» («El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos») (Cc. de Letrán IV, año 1215: DS 800).

392 La Escritura habla de un pecado de estos ángeles (2 P 2,4). Esta «caída» consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino. Encontramos un reflejo de esta rebelión en las palabras del tentador a nuestros primeros padres: «Seréis como dioses» (Gn 3,5). El diablo es «pecador desde el principio» (1 Jn 3,8), «padre de la mentira» (Jn 8,44).

393 Es el carácter irrevocable de su elección, y no un defecto de la infinita misericordia divina lo que hace que el pecado de los ángeles no pueda ser perdonado. «No hay arrepentimiento para ellos después de la caída, como no hay arrepentimiento para los hombres después de la muerte» (S. Juan Damasceno, f.o. 2,4: PG 94, 877C).

394 La Escritura atestigua la influencia nefasta de aquel a quien Jesús llama «homicida desde el principio» (Jn 8,44) y que incluso intentó apartarlo de la misión recibida del Padre (cf. Mt 4,1-11). «El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo» (1 Jn 3,8). La más grave en consecuencias de estas obras ha sido la seducción mentirosa que ha inducido al hombre a desobedecer a Dios.

395 Sin embargo, el poder de Satán no es infinito. No es más que una criatura, poderosa por el hecho de ser espíritu puro, pero siempre criatura: no puede impedir la edificación del Reino de Dios. Aunque Satán actúe en el mundo por odio contra Dios y su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause graves daños -de naturaleza espiritual e indirectamente incluso de naturaleza física – en cada hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la divina providencia que con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero «nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rm 8,28).

 

III El pecado original

La prueba de la libertad

396 Dios creó al hombre a su imagen y lo estableció en su amistad. Criatura espiritual, el hombre no puede vivir esta amistad más que en la forma de libre sumisión a Dios. Esto es lo que expresa la prohibición hecha al hombre de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, «porque el día que comieres de él, morirás» (Gn 2,17). «El árbol del conocimiento del bien y del mal» evoca simbólicamente el límite infranqueable que el hombre en cuanto criatura debe reconocer libremente y respetar con confianza. El hombre depende del Creador, está sometido a las leyes de la Creación y a las normas morales que regulan el uso de la libertad.

El primer pecado del hombre

397 El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (cf. Gn 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rm 5,19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad.

398 En este pecado, el hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios: hizo elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto, contra su propio bien. El hombre, constituido en un estado de santidad, estaba destinado a ser plenamente «divinizado» por Dios en la gloria. Por la seducción del diablo quiso «ser como Dios» (cf. Gn 3,5), pero «sin Dios, antes que Dios y no según Dios» (S. Máximo Confesor, ambig.).

399 La Escritura muestra las consecuencias dramáticas de esta primera desobediencia. Adán y Eva pierden inmediatamente la gracia de la santidad original (cf. Rm 3,23). Tienen miedo del Dios (cf. Gn 3,9-10) de quien han concebido una falsa imagen, la de un Dios celoso de sus prerrogativas (cf. Gn 3,5).

400 La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gn 3,7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gn 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cf. Gn 3,16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (cf. Gn 3,17.19). A causa del hombre, la creación es sometida «a la servidumbre de la corrupción» (Rm 8,21). Por fin, la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia (cf. Gn 2,17), se realizará: el hombre «volverá al polvo del que fue formado» (Gn 3,19). La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad (cf. Rm 5,12).

401 Desde este primer pecado, una verdadera invasión de pec ado inunda el mundo: el fratricidio cometido por Caín en Abel (cf. Gn 4,3-15); la corrupción universal, a raíz del pecado (cf. Gn 6,5.12; Rm 1,18-32); en la historia de Israel, el pecado se manifiesta frecuentemente, sobre todo como una infidelidad al Dios de la Alianza y como transgresión de la Ley de Moisés; e incluso tras la Redención de Cristo, entre los cristianos, el pecado se manifiesta, entre los cristianos, de múltiples maneras (cf. 1 Co 1-6; Ap 2-3). La Escritura y la Tradición de la Iglesia no cesan de recordar la presencia y la universalidad del pecado en la historia del hombre:

Lo que la revelación divina nos enseña coincide con la misma experiencia. Pues el hombre, al examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos males que no pueden proceder de su Creador, que es bueno. Negándose con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompió además el orden debido con respecto a su fin último y, al mismo tiempo, toda su ordenación en relación consigo mismo, con todos los otros hombres y con todas las cosas creadas (GS 13,1).

Consecuencias del pecado de Adán para la humanidad

402 Todos los hombres están implicados en el pecado de Adán. S. Pablo lo afirma: «Por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores» (Rm 5,19): «Como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron…» (Rm 5,12). A la universalidad del pecado y de la muerte, el Apóstol opone la universalidad de la salvación en Cristo: «Como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo (la de Cristo) procura a todos una justificación que da la vida» (Rm 5,18).

403 Siguiendo a S. Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa miseria que oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que nos ha transmitido un pecado con que todos nacemos afectados y que es «muerte del alma» (Cc. de Trento: DS 1512). Por esta certeza de fe, la Iglesia concede el Bautismo para la remisión de los pecados incluso a los niños que no han cometido pecado personal (Cc. de Trento: DS 1514).

404 ¿Cómo el pecado de Adán vino a ser el pecado de todos sus descendientes? Todo el género humano es en Adán «sicut unum corpus unius hominis» («Como el cuerpo único de un único hombre») (S. Tomás de A., mal. 4,1). Por esta «unidad del género humano», todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, como todos están implicados en la justicia de Cristo. Sin embargo, la transmisión del pecado original es un misterio que no podemos comprender plenamente. Pero sabemos por la Revelación que Adán había recibido la santidad y la justicia originales no para él solo sino para toda la naturaleza humana: cediendo al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído (cf. Cc. de Trento: DS 1511-12). Es un pecado que será transmitido por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales. Por eso, el pecado original es llamado «pecado» de manera análoga: es un pecado «contraído», «no cometido», un estado y no un acto.

405 Aunque propio de cada uno (cf. Cc. de Trento: DS 1513), el pecado original no tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal. Es la privación de la santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal es llamada «concupiscencia»). El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.

406 La doctrina de la Iglesia sobre la transmisión del pecado original fue precisada sobre todo en el siglo V, en particular bajo el impulso de la reflexión de S. Agustín contra el pelagianismo, y en el siglo XVI, en oposición a la Reforma protestante. Pelagio sostenía que el hombre podía, por la fuerza natural de su voluntad libre, sin la ayuda necesaria de la gracia de Dios, llevar una vida moralmente buena: así reducía la influencia de la falta de Adán a la de un mal ejemplo. Los primeros reformadores protestantes, por el contrario, enseñaban que el hombre estaba radicalmente pervertido y su libertad anulada por el pecado de los orígenes; identificaban el pecado heredado por cada hombre con la tendencia al mal («concupiscentia»), que sería insuperable. La Iglesia se pronunció especialmente sobre el sentido del dato revelado respecto al pecado original en el II Concilio de Orange en el año 529 (cf. DS 371-72) y en el Concilio de Trento, en el año 1546 (cf. DS 1510-1516).

Un duro combate… 

407 La doctrina sobre el pecado original -vinculada a la de la Redención de Cristo – proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña «la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo» (Cc. de Trento: DS 1511, cf. Hb 2,14). Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social (cf. CA 25) y de las costumbres.

408 Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de S. Juan: «el pecado del mundo» (Jn 1,29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres (cf. RP 16).

409 Esta situación dramática del mundo que «todo entero yace en poder del maligno» (1 Jn 5,19; cf. 1 P 5,8), hace de la vida del hombre un combate:

A través de toda la historia del hombre se extiend e una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo (GS 37,2).

 

IV “No lo abandonaste al poder de la muerte”

410 Tras la caída, el hombre no fue abandonado por Dios. Al contrario, Dios lo llama (cf. Gn 3,9) y le anuncia de modo misterioso la victoria sobre el mal y el levantamiento de su caída (cf. Gn 3,15). Este pasaje del Génesis ha sido llamado «Protoevangelio», por ser el primer anuncio del Mesías redentor, anuncio de un combate entre la serpiente y la Mujer, y de la victoria final de un descendiente de ésta.

411 La tradición cristiana ve en este pasaje un anuncio del «nuevo Adán» (cf. 1 Co 15,21-22.45) que, por su «obediencia hasta la muerte en la Cruz» (Flp 2,8) repara con sobreabundancia la descendencia de Adán (cf. Rm 5,19-20). Por otra parte, numerosos Padres y doctores de la Iglesia ven en la mujer anunciada en el «protoevangelio» la madre de Cristo, María, como «nueva Eva». Ella ha sido la que, la primera y de una manera única, se benefició de la victoria sobre el pecado alcanzada por Cristo: fue preservada de toda mancha de pecado original (cf. Pío IX: DS 2803) y, durante toda su vida terrena, por una gracia especial de Dios, no cometió ninguna clase de pecado (cf. Cc. de Trento: DS 1573).

412 Pero, ¿por qué Dios no impidió que el primer hombre pecara? S. León Magno responde: «La gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó la envidia del demonio» (serm. 73,4). Y S. Tomás de Aquino: «Nada se opone a que la naturaleza humana haya sido destinada a un fin más alto después de pecado. Dios, en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí las palabras de S. Pablo: `Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia’ (Rm 5,20). Y el canto del Exultet: `¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!'» (s.th. 3,1,3, ad 3).

 

Written by rsanzcarrera

marzo 14, 2008 a 8:42 pm

Publicado en Catequesis

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